Durante muchos años, el coeficiente intelectual (CI) fue el elemento central para diagnosticar la discapacidad intelectual. Una puntuación inferior a cierto umbral bastaba para definir la condición, obteniéndose a través de pruebas estandarizadas diseñadas para medir la lógica, resolución de problemas, comprensión verbal, la memoria, la capacidad de aprender, entre otros.
Poco a poco esto ha ido cambiando, ya que no es una medida fiable ni justa. Considerar únicamente el CI deshumaniza a la persona e ignora dimensiones importantes como habilidades de la vida diaria. Por ejemplo, ¿qué pasaría con una persona que muestra dificultades en una prueba numérica (2 + 4), pero al llegar a casa prepara su almuerzo y ordena su habitación de manera autónoma? 
Esta necesidad de enfoque multidimensional ha logrado que los manuales de diagnóstico de hoy en día consideren dos aspectos clave al hablar de discapacidad intelectual: niveles de soporte y funcionamiento adaptativo.
Los niveles de soporte se pueden clasificar en:
1. Intermitente: puntual y de corta duración.
2. Limitado: duración limitada y menor intensidad.
3. Extenso: regular e ilimitado.
4. Generalizado: indefinido y de alta intensidad.
El funcionamiento adaptativo engloba tres dominios:
1. Conceptual: aspectos de tipo académico (memoria, lenguaje, análisis, entre otros).
2. Social: conciencia sobre los propios pensamientos, sentimientos, acciones.
3. Práctico: cuidado personal, gestión de responsabilidades, entre otros.
Estos cambios permiten centrarnos en las capacidades importantes y valiosas de la persona. De esa manera, será más fácil potenciar sus fortalezas y trabajar con ellas los desafíos. Apostar por las fortalezas de los demás será siempre un buen comienzo para crear un entorno que valore de individualidad